Solamente
un relato previsto a través de las treinta cuadras que limitan la ciudad de lo
incalculable. Habráse visto a las calles alinearse por aquí o por allí,
derechas como regios caminos rectos de paisajes tan cambiantes, dispuestas a
provocar el siempre tan mentado encontronazo, a chocarse de frente con otro,
carpetas aterrizando desordenadas en el suelo, y las mismas baldosas que ya ni
miran porque se conocen las bufas de memoria cuando tropiezan los más prolijos
de los que pasan por ahí. Tras el repique de unos tacos apurados suena el
redoble de un tipo en traje y moño tocando un tacho mientras el tránsito no
descansa y compite pulso a pulso con el músico. Ni se acopla, ni lo combate,
sólo se abstrae y viaja con los flojos aplausos de los caminantes de esa tarde, cansados de esperar el semáforo, a quienes está dedicada su canción. Sin rumbo
fijo ni horario, ni nada más que mi silbido desprolijo y timidón que enloquece
caras raras a contramano me aparto de la escena, me escabullo entre los
carteles y los árboles testigos de todo lo que pasa sólo para contarles lo que
veo. Avanzo. Avanza. Avanzaron. Todos siguieron de largo. Tan así que casi subo
colgado de un pasamano usado esperando el frenazo siempre a la orden del día.
Absorto como economista en pleno jolgorio me bajé de ese bondi repleto, por
suerte, antes de haberme subido y acá le meto pata hasta llegar.
Buenas
tardes a todos los presentes reunidos aquí frente a nuestra sonrisa que espera
vuestra atención, desde la otra vereda, cruzando
los cinco carriles juntos, escucho esto que se imagina el más viejo de los
cuatro instrumentistas que tocan una primavera porteña, llenos de tarde y sol.
Cada
uno está, cada uno es, se pronuncian en la armonía y se hacen melodía del resto
de sus compinches. De pronto uno que iba caminando se intenta acomodar en el
aire y se deja llevar, disfruta acompañado de un perro con ojos de nene grande;
al lado un grande con ojos de perro triste. Quienes hayan osado alguna vez a
desandar el itinerario cotidiano de alguien así sabrá que en lo compungido del
suspiro que éste arroja, devuelve un agradecimiento fatal recordando lo que
alguna vez soñó.
¿Saben?
Sonaba lindo en parejos y amistosos tresillos despojados de cualquier temor,
aunque los tuviera, no lo dudo. Pero esa forma de compartirse dejaba en claro
que su nombre no era otro que el que estaba interpretando.
¡Cómo
miro! Escucho lo que cuento: un saxo, dos saxos, unas cuerdas, percusión y ritmo.
Un recorrido incierto, incalculado concierto que les hago escuchar mientras lo
capturo en el relato, música en prosa acompaña mientras tocan. Pasó a las
chapas un micro humeando, una sirena ruidosa y un tipo de maletín con cara de
asco y soledad; ellos siguen.
Así
como lo de recién, tampoco se enteran del escritor que vive en el segundo piso y
que está escuchando todo con los dedos acalambrados, recién vuelto a la vida ante
la irrupción repentina de estos cuatro.
El
escritor se inventó una compañera y copas de vino mientras se narra a sí mismo
en un vodevil. Los hombres despiertan del sueño y de a poco vuelven a su hogar
para estarse seguros que esto sólo fue un detalle más en sus días. Los
colectivos, las sirenas y los navegantes nunca se enteraron de lo que pasó.
Sólo quedamos nosotros en el lugar, desarmando los bártulos, y el perro fue el
único que amagó a aplaudir.