3 de
agosto del dos mil y tantos
Una
carta de perdón:
No
fue por madrugar ni mucho menos, que la mañana recibió una súplica de amor en
ese invierno pesado que asoló las manos que la vieron partir.
Hacía
ya unos cuantos años que no se ocupaba de pensar en tantos anhelos que lo
oscurecían hasta palmarse abrazando una rúbrica de pasiones olvidadas, mustias
miradas de enero abandonadas a la buena del dios que ahí murió. No se lo
hicieron saber sino hasta el otro día. Quizá al mes siguiente; quizá nunca,
quién sabe..
El
tema es que se fue, y yo la dejé ir como quien no espera que se vaya pronto.
Porque en el fondo el amor no necesita hacerse ver en la locura, aunque sólo
quede ahí, en lo que queda del recuerdo.
Como
aquella noche en que la madrugada sorprendió a una golondrina cansada de
migrar, cobijándola en los sinsabores de su pecho que nunca se había animado a
hacerlo. Por pudor o por no interesarse de ello, la cosa es que en la madrugada
de hoy voló para ir a acostarse a llorar las lágrimas de una causa que no
estaba perdida, más bien agotada. Y será que de tanto insistir, las riendas se
soltaron desde el vacío de los bostezos, y se llenaron de perdones
inexistentes, de pasiones borroneadas, fugaces, simples y desalmadas, para
sentir cómo se hizo chicle entre las piernas adormiladas, urgidas por ser alas
y volar fuera de aquí.
Sin
música, en ocres y bermellones, la noche se armó igual a las anteriores. Todas
iguales a sí mismas buscando alguna culpa que rellenara comprensiva la
reflexión apresurada en saber qué es lo que es enamorar. Más aún vivirlo.
El
perdón no es por tanto; es por no poder decirlo de otra manera.
La
madrugada en que te vi partir, se partió un instante a la vera de un grito
fuera de armonía pero melódico, respetando el amor que alguna vez se soñó.
El
desenfreno hará lo suyo, receloso y ríspido entrometerá un tono gris entre la
noche ocre y bermellón.
Hasta
cuando pueda ser
Una vez
te quise amar.
Sinceramente,
Julio.
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