La voz de un joven porteño interrumpió el murmullo cadencioso
de los salones dispuestos para recibir las charlas de todos los contertulios
invitados el día de la fecha. El festejo concentra varias de las figuras
con más renombre de la ciudad, que entre choques de copas y ruidos de lo más
estridentes, debaten, se chicanean y ríen mientras sostienen incautos la
sorpresa que les estaba esperando. Mientras tanto los anfitriones, acostumbrados a semejante convocatoria, se ufanaban a lo largo y ancho del
recinto con sus saludos de distante camaradería forzada y los fuertes chuics
impostados de las damas invitadas, buscando la generosidad entre las
sábanas de alguno que estuviera dispuesto a permutar treinta segundos de amor y
algunas horas de su cuerpo. Algunas de las parejas hicieron ademanes disimulados
al tiempo en que las otras sólo rasparon rendijas de futuros soñados, de
despertares iluminados, de magia que no existe, de magos entusiasmados, de, de,
de, de...y siempre así. No les importó. Siguieron como si nada de eso fuera a
pasar.
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