Se me acercó. No pude hacer nada para evitarlo. Fue un momento en el que todo el bar quedó pasmado ante la inminente carga avanzando en dirección a donde estaba yo, cómodo, tranquilo, ensimismado en mi mesa; mi cucharita haciendo ruido contra el plato del pocillo, en un ritmo dislocado sin pruritos de ser sólo ruido. Me encaró. Arrastraba una larga pollera que lucía con gallardía y aplomo. Sus brazos atiborrados de sonajeras pulseras y un pañuelo en la cabeza delataban su intención. Arrimada ya al litoral que formaba mi mesa en el pasillo se apresuró a advertirme que no me iba a pedir plata, y casi sin poder objetarla, la gorda del café tomó mi taza y la leyó.
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