Cientas
de caras estampadas tras las ventanillas de los tantos coches andan por la
avenida de las baldosas calientes un lunes por la tarde. Un lunes como éste; un
lunes como aquél de 1904; o como aquél otro, tan lunes como el del 82, o como
el del 50. Lunes, siempre lunes que repite en su lunidad la magia de no ser
sino lunes. Como el de después de cualquier domingo, como el de cualquier mes.
Tan sólo lunes y sanseacabó.
Las
almas que circulan miran perdidas asomadas en toda su fachada de lunes
pensativo, de los primeros calores pesados que siempre están viniendo, miran
apesadumbradas y huyen al encuentro de las demás miradas, inquinas, latosas y
expectantes, todas agolpadas en el traqueteo de un bondi lleno; en la cerrazón
de un auto atrapado entre la densidad de un aire denso que no le importan ni
las ventanillas bajas del todo; o simple y calurosamente a pata, como quien dice
mal y pronto.
Lunes
de luna lunera, lunita lunata, lunes de luna alunada buscando dejar de ser sol
del lunes para próximamente volverse lunes nuevamente, quizá escuchando a un
tal Natalio Ruiz que revolea sombreritos
al asfalto de árida tierra gris mientras piensa en esa casa con diez pinos al
sur de la ciudad que lo espera. Cosas de lunes.
Es
entonces cuando de pronto el aire se abre en su espesor y la presión,
temperatura, humedad, luz, color, gusto y demases pequeñeces claman su
presencia por entre todos. Bichos que andan reptando sueltos por las paredes
dejan de hacerlo; los apretujones, los agolpes que surcan los cielos, también
de cemento, se detienen por un instante.
¡Vaya momento! Un semáforo hace de excusa dejándolos encontrarse y aunque
ellos se esfuerzan por desviarse las miradas, no pueden. Por un momento quedan vacíos los pensamientos
de los dos. Todas sus fuerzas, entusiasmos y sus alegrías aparecen apoyando ese
encuentro. ¡Vaya momento! Eterno en toda su profundidad, minuto exagerado que no
se corta sino hasta la plenitud de sus segundos, hasta la consumación de su
acto horario, hasta que pasa. Fue justo ahí cuando el semáforo, casi transpirando
por no querer cambiar a verde jamás nunca jamás, para que esas miradas se queden
quietas ahí donde están, parte del paisaje, parte de todos que las ignoran, tan
propias de otro día, de cualquier día, excepto lunes, día de las miradas
perdidas, día hosco y ególatra. Pero no, justo cuando el semáforo, vencido por no querer irse de su rojo antilunes y casi al borde de desvanescerse en el
color de esas miradas, justo en ese momento ellos se sonrieron, y siguió siendo
lunes.
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