lunes, junio 30

Un verdadero hijo del viento

«Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio 

o Bien decía yo que te gustaría la canaleta 
o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena 
o Ya veras cómo el sótano se bifurca. 
A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.» J.L.Borges


Un gato gris. Apareció maullando en la intermitencia de la noche oscura de una callejuela del bajo. En su mirada guardaba el recuerdo de tempestades y de días calmos. Al abrirse paso con astucia entre las piernas que por ahí cruzaban, dirigió su ensayada intención hacia mí, que pasaba sin prever lo que estaría por ocurrir.
Como tantas madrugadas de aquellas que volvía, distraído y con alguna copa de más, el olor de las batallas en el cuerpo hacían del camino una nube densa protegiéndome del frío. No así me resguardaba de todo. Diez metros bastan a veces para eternizar el movimiento del universo en un solo segundo. Los vientos que tornearon la valentía de Odiseo lo atestiguan empecinados como roca de manantial. No dudaron en propalar con la mayor de las crudezas el destino que Eolo habría dispuesto para ellos.
Dicen los que conocieron la humillación que no hay peor enemigo que el viento cuando es obstinado. Arrastrarlo hasta lo más hondo no fue lo peor que pudo haber hecho, sino proponérselo.
El gato gris era hijo del viento. Habría andado a sus anchas por los diez continentes de no ser porque su espíritu estaba conminado a proferir su conjuro al más pecador.
Un gato gris como la noche tibia y modesta, gris sin ganas de ser negro. Porque los gatos negros tienen mala fama, pero los grises son peores, ¿te das cuenta? Su mirada está cargada de misión. Porque los gatos grises (esto pocos lo saben) son los enviados de la noche cuando se hace necesario transmitir la fatalidad, cuando los mensajes son secretos y privados de respuestas apresuradas, cuando la lluvia preanuncia el diluvio o cuando el calor anda terminando de desdibujar las marcas transmitidas de generaciones pasadas.
Un gato gris son reminiscencias, son presagios y signos desparramados por doquier. Los aullidos lejanos recuerdan cada paso, recién ahora recuerdo fueron diez los pasos que faltaron para dar por finalizado el día, de esos que ni fu ni fa. Ahí me lo encontré. A primera vista era un gato enamorado, un gato perdido, un gato vagabundo, de esos que conocen la ciudad más que las prostitutas o los tacheros. Me hizo estremecer, y con la sensación vino aparejada la culpa y la superstición por dejar abandonado en la entrada del hotel al gato gris sentado en su postura de gato paciente demandando amor.

Mi desconsideración llegó a tal punto que de entre todos los bártulos que había sobre el aparador de mi habitación, cualquier botella habría servido al fin de dejarle a mano un poco de agua para pasar el rato. Así fue que salí con la mejor de las intenciones, y con la media botella, a servirle de cortesía el agua que supuse me pidió. Una vez sorteado el puesto siempre vigil del conserje vi, yo desde adentro, la sombra del gato gris estacionado en su estudiada forma. Una vez afuera, airoso y condescendiente en mi gesto, tamaña fue mi sorpresa al descubrir que no había gato gris ni rastros, ni vestigios de su huída precipitada. Maldiciendo reutilicé durmiendo el desperdicio de tiempo que quedó en la noche teñida de desconfianza. Tras la confusión, no era poco esperable que entre mis sueños apareciera el gato gris, al pie de la escalera, bajo el marco de la puerta del baño, o quieto en la ventana mirando mudo con el verde profundo de su seño. Pero no. No se me apareció ni aquí ni allá, ni tampoco escuché lo diabólico de su maullido. Nunca más. Sólo desperté sabiendo muy poco de lo ocurrido anoche, mientras atinaba a abrirme paso entre las piernas que por ahí cruzaban y así comenzar con mi largo deambular por la noche nunca más tibia y para siempre gris.

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