En el
Palomar, provincia de Buenos Aires, brotan de los árboles las sirenas que
obligan a todo vecino a enfilar envalentonado hacia el más hondo ambiente de su
casa y olvidar por un instante que el hombre es tan curioso como un ratón, y
más también.
Todos conocían
a Braulio por aquel entonces. Todos disfrutaban sonrientes su agradable
compañía y hasta más de una, incluso, se perdía entre suspiros cuando el Broli, como le
decía su papá, amagaba con voz machaza a entonar un tango o alguna zambita de
las que suele llegar bien adentro y gustar.
Compañero
y pintón, arrabaleaba con sabor a campo en sus ojos y en más de una fiesta
evitó trenzarse a mano limpia sólo para demostrar su hombría y su valor. Aunque no
nos engañemos, que esas dos veces contadas con los dedos, el lío se armó en
frente de esa muchacha que lo tenía loco al Braulio. Fue la única que, sin
corresponderlo, lo hizo morir de amor.
Había
llegado la primavera, y casi que ya se estaba yendo en calores el año cuando el cielo
despejado de esa noche de octubre lo animó a cantarle a su también enamorada
(cosa que él nunca llegó a saber), quién había sido siempre la protagonista de sus fantasías y sueños. Así fue que alcanzó
Don Braulio a hacer de su vida y deseo, leyenda; y así fue que Don Braulio
afinó las graves cuerdas de su voz con las primeras notas de su serenata;…vine al pie de tu ventana, mi bien…; y
así fue que ella quiso salir a escuchar su amor;…a ofrecerte mi vida, este canto de amor…; y así fue que brotaron de
los árboles sirenas y oscuridad.
Como era de esperar, nadie se asomó a ver que pasó.
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