Cerrándose
a su paso la tarde en el pasaje Jacarandá, aparece la calma cotidiana por entre
los sauces que caen sobre todos los que miran expectantes un nuevo día terminar
para renovarse una vez más. Desde la esquina donde empieza la hilera de los
árboles, hasta la otra esquina donde se enfrentan haciendo de sus ramas una
perfecta glorieta, enmarcan la calle y a sus paseantes con el mismo entusiasmo
con el que echan al foráneo atreviéndose a entrar en ese otro mundo que tanto
llama la atención. No hay comercios, aunque cuentan los vitalicios que en
una época, allá cuando todo era blanco y negro y a rayas, hubo una escuelita y un
almacén. Las historias son siempre las mismas; que la anécdota de la maestra,
que el Braulio que la Mirta, y todo el arsenal de chismes y sentimientos
cruzados que se erigieron desde que el ho..perdón, desde que la mujer habló. Igual
para qué ir a meterse con aquéllo, si con sólo pasar por ahí ya el mismo
susurro de los sauces dejarían caer al asfalto toda la carga de comentarios
malibienhabidos de los que fueron testigo más que privilegiados. Testigos sin
quererlo, testigos sabiendo que lo son, testigos oculares, testiculares del
rioba, actores y público singular, y si te he visto no me acuerdo, tumba
llorona, atrio popular que nada guarda que nada asoma. Y eso que hasta
asesinatos hubo en el pasaje Jacarandá. Sí, asesinatos, en plural, crímenes,
esas cosas. Todos pasionales, ninguno por robar, ninguno por interés económico
ni sicario de por medio ni nada pergeñado al azar. Todo de pura víscera, de
sangre indomable, de lágrima y oscuridad.
Cercano
a esos años donde las historias ya habían pasado, cerrado el almacén que nadie
sabe con certeza si estuvo de verdad, porque dicen que después se mudaron y no
los volvieron a ver; sin más escuela que la del centro de la ciudad, sin
maestras solteronas jugando sus últimas fichas lastimosas a un amor imposible,
destartaladas ante un amor salvador que le dé lo que nadie quiso nunca, siempre
esperando la excepción que confirma la regla de que no hay excepción,
confirmando a la vez la decepción de la regla de que no hay tal excepción. Y
las glorias. Tantas lindas mañanas con ruido a rulemanes chispeando los
domingos; los manchones de barro con el sello inconfundible de los gajos
futboleros, algo descocidos, contra las paredes blancas de cal que entre risas
dibujan las promesas de la lluvia que ya lo va a limpiar. Por esas épocas
ocurrieron los sinsabores que obsequiaron su fama al pasaje Jacarandá.
Reviendo
los titulares de la época se pueden encontrar semanas enteras de
acontecimientos que mantuvieron en vilo durante años a los vecinos y a la
federal con sus calificados detectives, que por más intentos llenos de buenas
intenciones, no pudieron descifrar nunca de qué se trataba.
La
única información que trascendió, así medio a escondidas, fue que esa cuadra guardaba
entre sus esquinas algo más real que la realidad misma. Algo así como una magia,
o no, más bien una fuerza extranjera y opuesta a todo lo terrenal, que lograba
convertir a los feligreses en simples almas conquistadas para resistir ellos
mismos su propio olvido. Y así, cada uno que entraba sin quererlo pasaba a
formar parte de esa fuerza que buscaba mantener llameante el recuerdo de las
mañanas de domingo y las tardes calmas que hoy ya no están.
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