miércoles, enero 18

de pibe al puerto

Se habían hecho los veintipico de un ruidoso comenzado siglo. Época de tambos y matarifes, de malevos y sicilianos de almacén. En pleno puerto de una siempre recién estrenada Buenos Aires fue que di con don Rudecindo, estanciero de cepa, que moraba a unos pocos treinta minutos de los guinches donde despuntaba sus vicios. Una tarde sola bastó para colmar de anecdotarios los cinco grados de un áspero invierno que iniciaba. Era junio, yo estaba solo. Dicen del trabajo en el puerto que se hace pesado hombreando bolsas, que descargando buques, que yo qué sé…búsquese otro oficio m’hijo gritaba la Esmeralda cuando me veía llegar por el barrio algo sucio y a paso cansino. De todas formas, no duré mucho más que lo necesario como para contar este cuento.
Rudecindo, muy pícaro él y avispado en fechorías, un día me marcó de rabona con la vista uno que andaba entrando al dique 2. Entusiasta y refinado como galeón croata me dice, muchacho, ve aquél barco, el de la gaita; en cuanto se vayan todos, pregúntele al ñato si le queda algo e güisqui; pero….vo decíle así, están entrando unos baratos ¡dicen que muy buenos eh! Así fue como probé, tras tablones y miradas recias, el blen importado, como le decían por ahí. Entre los dos nos dimos el lujo de reventar varios de esos botellones. Una delicia, creo. Meta truco y lupines me queda sólo el recuerdo. Después, después ya ni pudimos levantarnos.

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