Que todo es mientras lo siga siendo.
Había intentado ser una charla amigable, de esas que se añoran y se mira con fuerza hacia arriba, como queriendo traerlas nuevamente de un tirón. Habíamos ladrado un poco más de la cuenta, tímpanos rojos. A las diez era el asunto, a las once comenzó quieto, pausado, en la mesa redonda de un insípido bar del puerto. Ella y él juntos tenían más años que este país.
Pasó todo de repente ante la atónita mirada de nadie, ante esa escrupulosa, mi sorpresa.
Académicos, academiquísimos. Nos lanzamos en una trifulca intensa y de alerta. Hacía calor, era verano. Y esa sensación, esa gota tras la espalda, hacía eco en la guerra fría, y en la especulación.
Mis amigos triunfan armando pequeñas grandes obras maestras, presentándolas en fogosos recitales caseros. Sus amigos eran los senadores del norte, rígidos como el roble; erguido en un monte.
Ya me había tocado andar girando con unos conservas… Terribles ellos. Pero sin ser mala gente, eh. Sucede que a ella le gustaba la idea de ver una iglesia colonial de interior barroco pero si le hubiesen contado de antemano que Buenos Aires era así, se hubiese ido a París. – ¡Ja ja ja! – Balbuceó él. Y se calmaron en ese café dorado bajo la sombra del gomero, con una brisa y una coca.
No son mala gente, sucede que su educación es así.
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