viernes, mayo 11

el transeúnte

Héctor Hernando Bauness, guapo de aquéllos que no abundan, pasó toda su vida entre filos de espolones algo gastados y gestos de humilde compasión. Paseando por el barrio levantaba polvo por entre las faldas de cada una de las ama de casa que esperaban ansiosas la hora en que el loco transitara su vereda, siempre con la eterna excusa de barrer las hojas amarillas y eternas que se acaudalaban en el zaguán.
Una de las últimas veces que anduvo por el barrio se lo vio perdido cortando clavos a lo loco, cruzando calles que no había. Ah! Y hablando solo, como para desvariar. El loco Bauness salía a cazar el diario todas las mañanas, con el que acompañaba su café doble de animosa rutina y sus mocasines siempre recién lustrados. Eso sí, no regresaba sin antes pasar por el almacén del gallego Santoro a elegir el candelario bien maduro, como decía que le gustaba. No estaba tan loco Bauness, aunque no dejaba puerta sin saludar, ni lugar para el asombro en su recorrido tampoco. Era de esos tipos raros que se llevan bien con todo el mundo, pero que no se traen con ninguno. Tan amiguero en su fantasía de solitaria leyenda y aventurero en sus fábulas de malevo y compadrón, que provocaba los comentarios atolondrados de sus vecinos con esas voces de casa y persiana adentro, algunos más picantes que otros; y nadie llegó a odiarlo, mucho menos a conocerlo tal cual era. Los más osados aseveraban que el loco había nacido en un pueblito en Suecia, al costado de un arroyo, pero la escaza convicción de cualquiera hacía que todo dato nuevo fuese cada vez más prescindible. Un gran misterio sin mucha importancia era de dónde venía; más extraño se hacía hacia dónde iba. El loco, claro que sólo así se lo conocía, era un transeúnte. Él iba, siempre por las mismas cuadras, siempre por las mismas miradas. Era pintón eh! Ningún tirado, comentaban apelotonadas las polleras saltarinas del recién inaugurado cine 25 de mayo, aprovechándose que El loco no se acercaba a donde veía mucha gente. ¡Más de dos, gentío! A carcajadas se jactó de su solitariedad frente al curioso vigilante de la manzana. A fin de cuentas era eso lo que lo mantenía en pie hace tanto. Casi que había nacido antes que el barrio. Gran misterio. La gente tampoco se acercaba, muchos por no quedar impertinentes, o por respeto. ¡Qué respetuosa es la gente! Eso sí, no se olviden de dar doble vuelta a la llave, que éste con la pinta de loco que tiene se te puede meter en tu casa y vaya a saber Dio que le puede hacer a los tuyos. Mire si contagia. Los más avezados arriesgaban con timidez entre los íntimos que él debía ser feliz en su propio mundo. Pese a esto no tuvo el loco las mismas oportunidades que todos; y su final, el comienzo de la leyenda, no tuvo más que suceder como fue. Sin ayuda y sin causa. Sin dolor.
Fue por uno de sus habituales ires sin venires cuando se perdió para desaparecer, y en su evanescencia hacerse querer más y más. Con el tiempo las personas dejan caer un poco a sus temores zonzos. No lo vieron cuando empezó a caminar con gesto de titiritero en pleno ataque de alergia. Caminó. Él era un transeúnte, y caminaba. Tomó hacia el sur por una calle de tierra de las que nadie pisaba. Sólo quedaron sus huellas en el barrio, en esa calle de tierra que empezaba en la misma esquina donde terminaba. Calle extraña, en forma de hoz, que pegaba un pequeño rulo para encontrarse nuevamente con ella misma. Ahí se encontró el loco perdido, anonadado frente a su propia imagen, en esa misma esquina que lo encontró para perderlo por última vez.

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