viernes, mayo 4

las desopilantes aventuras del joven burgués

El joven burgués se aventura nuevamente en los colectivos porteños. Sube, murmura un “uno veinticinco” sin saludar ni mirar, se estira entre los pasamanos con cierto asco y se acomoda en el vértice izquierdo, lejos de la única ventana que permanece abierta. Andaba mal de amores; decidió tomarse el bondi por tamaño motivo, como para pasar el limpiaparabrisas a lo cotidiano y experimentarse unas seis de la tarde cualquiera. “Extrañar es como recordar pero en alta definición”, pensaba; aunque eso no lo sacaba de su ajustado recoveco. El joven burgués usa auriculares gigantes en su afán por compensar el total desuso del mismo por parte de las clases sociales más bajas. Escucha músicas repetitivas como loro de caricatura y unos anteojos con marcos magnanísimos que los que usan en el Louvre para proteger los Da Vinci. El joven burgués pese a sus ánimos alicaídos, se había subido al 5 con el pecho inflado por haber realizado satisfactoriamente algunos ciertos quehaceres domésticos. Aunque bien, cómo siempre atesoramos: hay que decirlo todo ¿vió? Y el pecho inflado por los quehaceres domésticos es igual para todos los hombres, sin distinción social alguna: Es que a veces nos prestamos tanto a lo básico que hacemos un agujero en la pared para colgar una repisa y ya sentimos que somos gerentes de Easy.. ¡Qué le vamos a hacer! Volviendo al joven y su aventura; cerca suyo rondaban un par de adolescentes vestidos íntegramente en ropas negras. Sus morrales eran un muestrario de pines japoneses. A nuestro joven burgués no le place el animé; siente que es muy de adolescente conflictuado. Y aún así, llena su boca cual jilguero en reunioncitas donde vanagloria fervientemente las maravillas de este arte oriental. Siempre entre amigos claro, en el reino de las apariencias. Parece uno de esos tipos marcados a fuego desde su inicio; de esos que señalan que lo más importante es “la actitud” y “la garra”, y “el empuje” y que “vayas para adelante” y yo no puedo salirme de mi asombro cuando siento que todos aquellos tipos tienen una etiqueta de “garca”, grande y luminosa, clavada en la frente. No les voy a andar mintiendo, ¿saben? Cuestión que nuestro joven burgués leía a Borges y si bien seguro chocaba menos con los muebles que él, le faltaban ciertas miles de millas de distancia para asimilar un conservadurismo maduro y aguerrido. Papafrita. En eso, el bondi salta estrepitosamente al toparse con uno de esos nuevos lomos de burro plásticos y puntiagudos: Sacudón. Frenada. Sacudón; a río revuelto, vómito de pescadores. El joven golpea fuertemente sus testículos con una de las barandas; y todos sabemos muy bien que golpearse un huevo duele más que ser hincha de Racing, aunque no venga al caso. El joven se prestaba dispuesto a gritar cuando en un cruce de miradas boxísticas, se topó con una morochita que le hizo guardarse la blasfemia y sonreír tímidamente ruborizándose en el intento. La morochita sonrió también, pero casi al instante giró su cabeza hacia los carteles de la calle Corrientes. El joven burgués preso de su fanfarria, no iba a ceder ante una corrida de cara, y entre el gentío se fue acercando sigilosamente, ya no mirándole la cara, sino otros atributos. De seguro no creyó que la mejor curva de esa morochita era la de su sonrisa. Cinco minutos más tarde, hubo que pedirle prestado los baberos a una madre primeriza para saciar su ira sexual. Se estaba evidenciando en aquel rincón del 5. Evidenciando del todo. De buenas a primeras, con ceños fruncidos, un hombre de traje se le avecina al joven burgués. Cuando uno ve a un tipo de traje, y el traje le queda notoriamente grande, de seguro está en camino a alguna entrevista – reunión y tuvo que hurgar la prenda de entre los baúles teliarañeros, tras su último uso en el bautismo de su sobrino. En fin, el tipo de traje se le plantó como un roble. Disparó: “Che campeón, te sobra machismo y te falta hombría. Y hasta que no lo entiendas vas a ser siempre dos talles más chico que cualquier mujer”. Dijo, con la templanza de un caballero del siglo XVII y una barba de tres días. El joven burgués reculó ruborizándose nuevamente y se echó camino al fondo del pasillo. ¡qué tardecita eh! En su andar, siguió enroscándose en prácticas filosóficas de angustia moderna al ver a una pendeja con pollera muy corta. Se quedó petrificado, en vez de mirarle las piernas, parecía indignado; como si no supiera si nació para ser padre, o podría llegar en algún momento de su vida a patear para el otro lado. Una de dos. Y es que la vida a veces es más injusta que mala cara con lindo culo. Pero a nuestro joven burgués parecía ya no interesarle la novela contemporánea del colectivo y sus pasajeros. Enfocando la vista entre los ruleros de una doña entrevé su inevitable descenso y siente alivio. Presiona el botón negro ubicado en un armatoste naranja, o amarillo. El colectivero sigue de largo. Lo deja una parada después. El joven burgués no hizo mueca. “¡Ladran Sancho!” señal de que le pisaron la cola.

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