viernes, junio 22

Jean Albert, segunda parte


Dicen de la vida de los hombres que se rige por la ley del mejor. Del mejor diciendo, del mejor llorando, del mejor hacedor. Pero hay un detalle que sólo pudimos aprender, y no todos, luego de conocer al Conde de Digurriefermont, como a él le gustaba que lo llamen. El Conde sabía callar, ¡y eso que era charleta! y eso, precisamente ese gran arte, fue lo que propaló la leyenda. No se llamaba Jean Albert, y mucho menos provenía de ninguna aristocracia rancia. Noble per se, de estampa cruda y sin vueltas. Jean Albert fue siempre quien fue y más después de haber cometido su crimen perfecto. Aunque no murió entre laureles, tampoco tuvo que soportar las desdichas de las prisiones de la época que cuando descubrieron su crimen, él ya estaba satisfecho de toda su vida. 


Dicen también de la vida de los hombres, que sólo alcanza un momento para llegar a ser y el resto de los momentos, que no son pocos, sólo justifica el paso por alguno de ellos. 


El Conde actuó con la velocidad pensante de la naturaleza, y se hizo un nombre entre muchos. No le interesaba tener o no tener, familia, esposa, o una casa para vivir el resto de su vida, y el resto fue todo lo que vino después de su propio momento. Ese momento en que dejó de ser uno más. Él era su familia, y nosotros. Unos seis muchachitos, todos del barrio, que nos juntábamos todas las tardes a jugar a la pelota en la vereda de su castillo, como a él le gustaba que lo llamaran.

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