Poquito
a poco fue completando ese mosaico, pieza a piecita, azulejo por azulejo, como
si de un rompecabezas se tratase. A medida que avanzaba con lo que pretendía
ser un dibujo, la forma, la maravillosa forma que adquiría era de lo más
extraña. Bastaba que se perfilara hacia lo definido de alguna representación
coloquial para que volviera a mutar en su contorno, así como también en sus
modos de decir con eso. Encandilaban los colores también. ¡Oh qué bellos
colores se pintaban por entre el trasluz que la transparencia de los azulejos
convidaba! A la vez que cambiantes, tomaban en su haz una parva de partículas
de lo más diminutas jugando a ser otra cosa. Bastaba que se diera cuenta sobre
qué estaba diciendo para nuevamente volver a tornarse lo otro, siempre lo otro.
Ya que en su afán por restaurar esa pared, apeló sólo al sentimiento que el
color le revelaba, pasando por toda la gama de la paleta que permitían los
azulejos, partidos, algunos pulverizados; otros en toscos pedazos, y hasta
algunos inventados. Lo divertido de esas venezas apiladas al costado del
cemento que las pega contra la pared, los cerámicos rotos, quebrados adrede,
armó la trama y no porque sí. Porque cada cual irá al lugar que más le venga
en gana, algunos volviéndose locos, otros más cautos. Y... no se vuelve loco quien quiere arrimó tímidamente antes de
finalizar su jornada; no se vuelve loco quien quiere, pero un poquito de eso no
nos vendría mal, concluyó con el suspiro de una indignada seguridad de que
nadie lo entendería en aquel momento, justo cuando terminó…
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