Hubo
un antes y un después en la vida de cada una de las personas que se arrimaron a
lo inefable de un presentimiento, como así también frente a lo horroroso de la
última palpitación que anticipa esa caída estrepitosa en donde no queda pasamanos
que sirva para ir a asir algo de una imagen que se desploma, irreversible,
irreparable, irrisoria y hacia ello voy. Es posible que cada letra vaya a
encadenarse tímidamente como de reojo puberal, es probable. Para eso, no más
que rumiancia y paciencia; también es
probable que, lo que vengo decirles amigos míos, haya sucedido, o no.
Por mi parte es lo que intento
siempre. Siempre que puedo
Hubo
un antes y un después. La misma situación. El mismo entretelón que separaba la
magia de una escenografía sin punto que la amarrara a ninguna columna, a
ninguna pared. El telón, cubriendo, tras otro telón que a su vez lo cubría a
él, que a su vez los dos del aire pendían, o por lo menos eso hacían parecer.
La primera de las caídas fue atrás del telón de atrás, negro como el azabache
de noche; siendo tal la vergüenza, que la desesperación hizo de fuego subiendo
por la planta baja del pie, que no se detuvo sino hasta llegar a la azotea.
Pero por qué, porque sí, porque justo ahí en ese momento una de las actrices
que salía a escena me sonrió. Claramente, en mi desplome sentí el poder de la
ruina.
Por mi parte, esto fue sólo un
antes. Antes de volver a caer.
Hubo
un después del antes. En ese después, la situación, sus consecuencias, los
encuentros carnales, el gusto por lo rico, y el gusto por lo riquísimo que se
sucedió en lo inmediato hizo que lo irrisorio del antes se transforme en lo
risueño del después. La descripción de la nueva escena es sencilla. Mismos
telones, misma actriz, misma caída. La única salvedad es que fue diez veces más
ruidosa y evidente mi torpeza, permitiendo una maldita y mágica risotada frente a la caída propia. La reacción, los dos en el piso previo a reírnos como unos
locos, y el calor subiendo. Para los dos.
Que se rieron por primera vez de sí
mismos.
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