Dispénseme
usted, porque hoy le vengo a ofrecer un pequeño chismerío de barrio, como los
que Doña Amalia le contaba a la Graciela sobre el marido de la otra, ay cómo se
llamaba..no me acuerdo…no importa, el caso es que cada vez que abría la boca,
un marido iba a degüello casi sin compasión, aunque sólo lo hacía por el calor que a
ella misma le despertaba. El marido de la otra, claro. Pero no es lo que me
interesa hacerle saber. Lo molesto
simplemente con estos entredichos para contarle que en el día de anteayer,
cerquita de las once de la mañana ya con el sol severo arrinconando muebles y
telarañas por todos lados, el timbre sonó. Y sonó fuerte. Dos veces, hasta
tres. Ni me preocupé por la impaciencia que denotaba la aspereza de esa mano
inquieta y no precisamente con ganas de conversar. En un segundo me imaginé las
diez fatalidades de todos los tiempos; en otro comprendí que del otro lado de
la puerta nada habría esperándome salvo dos o tres pajaritos posados sobre el
timbre, aleteando y cantando mientras la chicharra indefensa despertaba al
trasnochado que todavía sigue manso en su lecho remolón; también hubo alocados
recuerdos, deseos de volver a ver, y todo eso que vuelve sin que uno lo llame. Me alineé como pude y abrí, sin preguntar abrí, sin dar tiempo a
arrepentirse, abrí y del otro lado no había nadie. No había voces ni sombras,
ni pequeñines rajando después de su fechoría. Entre confuso y desorientado
volví a entrar cerrando despacio para no despertar ni a la mínima planta. Ring
cortito. Abro intempestivamente..y nada che...
"Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz."
ResponderEliminaray..me asusté
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