domingo, marzo 18

en el barrio Tamoré

Volvía con sombrero de ala caída por entre las medianeras que nacen antes de perderse en las ligustrinas del pasaje Catamarca. Su traje raído y un pómulo manchado en brillos de anteayer quejaban sobrios la historia que trajo para compartir su dolor, aunque su mirada decía otra cosa. Dialogaba y contaba de más, pero no dejaba en ningún momento de ensombrecer la pesadez que lo gobernaba. Tardé en reaccionar, incluso no siendo pocas las veces que debí detenerme en marcha antes de descubrir qué era lo que hacía tan angustioso al muchacho. El tipo era un creyente, de esos que manifestaba todo el tiempo su locura y fervor. El tipo era raro, aunque en cada charla te invitaba no sólo a proseguirla gustoso, sino que siempre había algo más. Algo como siempre arrimarte sin querer al recuerdo. Quizás en lo que contaba estaría la clave. Pero no. Ahora que lo pienso un poquito mejor, él era así. De tan creyente, un día de abril lo llevó a encontrarse perdido por barrio ajeno, de matorrales y pecaminosas cuadras. Ahí descubrió quién era. Y no se arrepintió.

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