lunes, marzo 26

un señor llamado Marcus

'A vida é a arte do encontro'

Fue el día que sentí que había vivido. En la tercera mesa, columna al frente un poquito de coté, güisqui en mano y ellos tres en el escenario. Conocía a uno de los tres de otro lado, y de algún que otro audio que había llegado discreto a mi bandeja. Así fue que lo vi entrar al local con su amable acento bahiano y una rutilante sonrisa de carnaval. Hacían ya casi siete meses que había abierto la librería allá por Viamonte casi Suipacha, con un vaivén de curiosos interminables que anochecían buscando la historia de sus vidas. De modesto escaparate acunaba las leyendas más lindas, aunque no tan solicitadas de Buenos Aires. Una rara colección que fui armando con traducciones caseras de algunas obras de vanguardia y otras que se vendían más fácil, pero bueno había que comer, vio? Las veces que entraron preguntando por esas ediciones son contadas e incluso hasta medio forzadas por el vendedor, o sea quien les habla. No fueron muchos, a fin de cuentas esos libros terminaron en buenas manos, siendo unas de las joyitas que tengo hoy en mi biblioteca. Uno de esos clientes preguntones fue un señor vestido con mirada de verano y modesto semblante de artista. En su tono extranjero había más amistad que lejanía, y en un español claro y saltarín me preguntó por unas cartas de Rimbaud. Le fui mostrando lo que quedaba exhibido, aunque también saqué del cofre los que a cualquier cliente no ofrecía. Así entre charla y opinión entusiasta se quedó un rato largo, como se quedan los amigos cuando pasan con un tiempito y se toman un café. Claro que le ofrecí uno al no tan pibe y compinche visitador, pero no quizo, era muy temprano para esas cosas, aunque me aceptó contento uno de esos tan compañeros y caminadores juancitos. Sencillo en su decir de poeta y fraterno conversador me convidó con un libro que traía en su bolsito, tejido a mano seguramente por alguna abuela que se daba mucha maña para esas cosas. El libro me llamó la atención. En la tapa no tenía más que unos verdes medio desprolijos, y en su adentro unas cuantas poesías escritas a mano firme y despatarrada. Lo más emocionante fue el gesto de extenderlo por sobre el mostrador y decir pra voce al unísono; y con canto fresco me ofreció ir a escucharlo por la noche con su grupo a un bodegón del centro porteño. No sé si lo viví o sentí o creí que había vivido, la cosa es que estaba sentado en la tercera mesa, columna al frente un poquito de coté, güisqui en mano y ellos tres en el escenario, y cuando se presentó dedicándole el concierto a um grande amigo, mencionó mi nombre saludándome desde la tabla y arrancaron a tocar.

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