lunes, julio 30

El secreto está acá...


...y lo dijo señalándome el medio del pecho con la indicación de unos dedos pesados, de boxeador de otra época, de Luna Park y Bonavena. Cómo olvidar aquéllas tardes mágicas en que nos sentábamos con mi abuelo en la escalerita de la entrada del palacio de Asamblea y Bonorino. Todo el barrio para nosotros, con la primer pelota sin tiento que atesoraba en lo más profundo del ropero. Esa magia de sastrería que vestían las perchas en sacos cruzados; los zapatos color guinda que tanto me gustaban; y ese traje manteca que nunca, nunca, dejó de llamar mi atención. 
Las historias del barrio, ¡si las hay! En la esquina Don Antonio y su almacén de los jamones colgados: ¡Qué gran desilusión el enterarme que sólo eran decorado! Disfrutaba esa visita como a cualquier jueguetería. Y sí, siempre cortando el tandilero en chanfle convidándome con picardía y cómplice guiño. Su ojo derecho, que cerraba más de lo físicamente posible, era redondo; el otro más bien achinado. Raro Antonio, creo había tenido en su época de esplendor un acercamiento al campo de batalla, pero son sólo historias que corren al pasar por entre las flores de Eloísa, la mujer del Paco Veratelegui, quinielero de turno que había abierto con audacia, no hacía mucho, el bolichón donde se santificaba jugando todos los días mi abuelo. Cada tanto íbamos juntos, y acercándonos al mostrador, inolvidable momento, me susurraba por entre el rabillo de los maxilares un cálido y jocoso.. nene, mirá que hoy sale! No fue hasta más de grande que le caché la lógica con la que jugaba. Siempre apostaba: diez mil a las cuatro cifras, que todos los días pares cambiaba por su correlativo; cinco al número invertido, y por las dudas compraba un billete de la lotería semanal. Increíble que de todas las veces que lo acompañé en años, sólo en dos ocasiones ni me miró, ni dijo nada. Dos oportunidades de las cuales sólo en una ganó. Y ganó. A plata de hoy no sabría cuánto le desembolsaron de frente, pero no había que ser muy avispado para saber que era mucha. Ese mismo día me confesó su falta de entusiasmo y me dijo: nene, para qué voy a seguir jugando si ya sé cómo se gana. Siguió jugando, aunque los números siguieron siendo otros. 
Año aquél de paseos interminables en el 400 cobre rojizo, tapizados de cuero en crudo y el sueño de cualquiera hecho motor de avión. Un maquinón. Una sola vez al volante me bastó para pedir segunda vuelta. El inconfundible golpecito en la espalda a mano abierta era señal de que agarrábamos el 400 y nos íbamos hasta la fábrica a comprar los fideos para el mediodía, que no por hacer alarde ni mucho menos, pero las cintas argentinas que hacían ahí eran de otro planeta. Pero no. Sólo hacíamos unas cuadras hasta Varela y Zuviría, aunque para mí era como ir hasta Pigüé ida y vuelta. Y el tuco. El Tuco, ciento por ciento hecho en casa, de mi abuelo por supuesto. Las veces que escuché, ojo con el tuco que se te cae en el mantel y agujereás la mesa. Dicho y hecho. Por suerte no lamentamos muchas víctimas, sólo las necesarias. Lo importante es que promediando ya el último septiembre del año, por aquél mismo tiempo de los paseos en el chevrolé, me convocó un día seriamente a la cocina que quería decirme algo. Era como entrar al gasómetro cuando regaban el pasto a la mañana. Mezcla de nervios y emoción lo ví sentado bien de frente a la puerta, que inmediatamente invitó a que me sentara junto a él. Sin mucha vuelta sacó la pava del fuego, inclinó el mate recién preparado y tapando la bombilla me dijo, m’hijo, el secreto está acá. ¡Podés creer que jamás se le mojaba la yerba! Cosa ‘e mandinga le dije, y en la misma carcajada me regaló el recuerdo de un viejo tanguero y mateador.  

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